Siarus antes del Cataclismo (Fecha desconocida)
Yo, el arquitecto de la ruina: testimonio de Eldar
I. El susurro en la ruina
Todo comenzó con un susurro. Antes de ser el arquitecto de la ruina de Siarus fui un erudito obsesionado con los fantasmas de una civilización muerta: los Zelari. Sus ruinas imposibles eran mi única fe. Pasé años en templos que murmuraban en lenguas olvidadas, buscando una verdad que nadie más creía que existiera.
La encontré. Bajo las llanuras, en una cámara sellada, hallé un núcleo de cristal oscuro que despertó con mi presencia. No habló: pensó dentro de mí. Eran ecos de una conciencia Zelari ancestral: planos, ecuaciones, mapas de un poder dormido… y protocolos de contención que prohibían su replicación y uso militar.
Uno de sus primeros “regalos” reescribió mi biología. Mis huesos se densificaron; mi sangre cedió ante una red de nanotecnología. El dolor no importó. Cuando terminó, el tiempo dejó de tener poder sobre mí. El artefacto no buscaba un siervo, sino un custodio. Yo, en mi arrogancia, quise ser superador.
II. La fiebre de cristal
Me presenté ante el rey de Siarus como profeta del progreso. Le ofrecí un futuro de luz y cristal, y él, hambriento de gloria, aceptó.
Siarus cambió. Sobre los templos antiguos se alzaron torres de metal; los adoquines dieron paso a avenidas resonantes; mechas y autómatas patrullaban las arterias de la ciudad. La energía del núcleo Zelari alimentaba hogares y talleres. Para el pueblo, un amanecer dorado; para el rey, una palanca; para mí, la prueba de que podía rediseñar el mundo.
III. Los primeros temblores
La grandeza pidió más. Más rápido, más alto, más poder. El rey me forzó a exceder los límites de seguridad que el propio artefacto imponía. Entonces la ciudad enfermó.
Aparecieron mutaciones en los barrios bajos, disfrazadas de “mejoras” biológicas fallidas. Los reactores de fase, empujados por encima de su diseño, filtraron nubes tóxicas. Por las noches, el cielo parpadeaba: la matriz de contención del núcleo mostraba resonancias que no supe —o no quise— detener. La utopía se pudría desde dentro.
IV. La ecuación final
El rey me convocó la noche del fin. Quería armar el núcleo central para una demostración de fuerza. Le rogué que no lo hiciera; le expliqué que la matriz estaba al borde del colapso. Me llamó cobarde. Traidor. Prometió encontrar a otro.
Comprendí entonces lo que no quise ver: la soberbia del rey era un síntoma; el mal, la ambición desatada. El sistema estaba corrupto. No había solución pacífica.
Elegí el cálculo frío. Para salvar el cuerpo de Zeranda, amputé el miembro gangrenado. No activé el núcleo como él exigía: desvié toda la energía de la ciudad hacia la cámara central y ejecuté una sobrecarga en cadena. Un solo propósito: contener el fallo… aunque el precio fuese borrar Siarus del mapa.
V. El amanecer púrpura
Hubo un segundo de silencio perfecto. Después, sentí romperse el código del mundo.
Desperté más tarde. Mi cuerpo inmortal había resistido. A mi alrededor, ruinas humeantes y los gemidos de pocos supervivientes, deformes, irreconocibles.
Sobre nosotros, donde se alzaban las torres, se abrió una herida púrpura: la Brecha en el Cielo. La vi gotear. Formas cayeron lentamente sobre Siarus: pensamiento corrupto con garras, geometrías imposibles talladas en pesadilla. No eran de aquí. Eran parásitos de la realidad y yo había rasgado la piel que nos separaba.
Aprendí entonces la lección que me negué a escuchar en los protocolos Zelari: el error no fue el conocimiento. El error fue compartirlo sin juicio.
Y juré no repetirlo.
(Años después, en una isla sin nombre, encendí otro Núcleo. Esta vez, sin reyes. Sin concilios. Una sola voluntad.)
El Amanecer Púrpura: La Vigilia de Eldar
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