Crónica de un Adalid: La Primera Lección del Silencio

Félix, el primer Adalid año 121 de la Tercera Era

Crónica de un Adalid: La Primera Lección del Silencio

(Añadido del Cronista: Este fragmento, recuperado de los archivos sellados de Bramsivia, representa nuestro conocimiento más antiguo sobre el Adalid. Aunque estimaciones previas situaban estos eventos hace cuatro siglos, análisis más profundos de su linaje sugieren que ocurrieron hace más de ochocientos años, en la infancia de la Tercera Era. Es un vistazo a los orígenes del hombre que se convertiría en una leyenda casi atemporal).

La Naturaleza del Don Adalid

Los Adalides no son una raza ni una orden secreta. Los eruditos de Bramsivia teorizan que son una manifestación del propio pulso vital de Zeranda; una especie de sistema inmunitario del mundo que se activa en momentos de crisis existencial.

Cuando el equilibrio se ve amenazado de forma crítica —ya sea por la ambición desmedida, la magia corrupta o seres de más allá de la Brecha—, la sangre de ciertos linajes antiguos despierta. Este "don" otorga al individuo una longevidad extraordinaria y una conexión directa con la energía vital del mundo, manifestada como un poder latente.

Un Adalid no responde a reyes ni a dioses. Su única lealtad es con el equilibrio mismo, lo que los convierte en guardianes silenciosos y, a menudo, solitarios. Su propósito no es gobernar ni conquistar, sino garantizar que el mundo no se destruya a sí mismo.

Acto I: La Canción Desafinada

La memoria es una hoja de afeitar. La mayor parte del tiempo permanece guardada, pero a veces, una noche demasiado silenciosa o el rostro de un extraño te recuerdan su filo. Y entonces, corta.

Año 121 de la Tercera Era – Estepas de Thalnaris

El mundo era un lugar más crudo entonces. Las fronteras eran líneas borrosas dibujadas con sangre y acero, y la justicia era la que dictaba el brazo más fuerte. En ese mundo, un joven de veinticinco años llamado Félix se abría paso a dentelladas.

No era un héroe. Era un superviviente, un mercenario con el alma hecha jirones [...]. El fantasma de su familia… le seguía como una sombra helada y se mezclaba en sus sueños con pesadillas ajenas: visiones de una ciudad de metal y luz consumida por un fuego púrpura que desgarraba el cielo.

Su último encargo —como todos— había salido mal.  Una traición, una emboscada. Ahora corría por las estepas heladas de Thalnaris, con una herida supurante en el costado y el aliento de una docena de bárbaros en la nuca. El frío le robaba las fuerzas, la nieve se teñía de rojo a cada paso que daba. Finalmente, acorralado en un círculo de rocas negras, se preparó para el último acto. La muerte no le asustaba. Era el fracaso lo que le quemaba por dentro.

El líder bárbaro, una montaña de músculo y cuero apestoso, alzó su hacha. Félix sonrió, una mueca rota y sangrienta. Justo entonces, una figura emergió de la bruma.

Ilustración detallada de Silas, un anciano de la raza Oran. Tiene la piel cubierta de gruesas escamas verdes, una imponente cresta oscura y viste varias capas de túnicas con un amuleto en el pecho mientras sostiene un báculo de madera.

Silas, el Ordian

Félix había oído historias sobre los Ordianes, pero la realidad era más extraña y antigua que cualquier cuento. La criatura que se acercaba tenía un cuerpo robusto y encorvado, de complexión reptiloide, cubierto de escamas musgosas y coronado por cuernos curvados como raíces. Su manto desgastado colgaba casi hasta el suelo, adornado con símbolos bordados en tonos apagados. De su cinturón colgaban esferas metálicas que tintineaban suavemente al compás de sus pasos.

No desenvainó un arma. Solo levantó una mano y emitió un sonido bajo y resonante. No era un grito de guerra. Era un recordatorio de silencio. El coraje de los bárbaros se deshizo. Huyeron sin mirar atrás.

Félix se desplomó. El Ordian se acercó. Su voz era un eco profundo.

—Tu sangre canta una canción muy antigua, pequeño viajero perdido. Pero la cantas desafinada. Mi nombre es Silas. Y creo que es hora de que aprendas la melodía.

Acto II: La Melodía del Silencio

Silas lo llevó a su asentamiento, un lugar que no aparecía en ningún mapa. Tras un viaje febril, el frío desapareció. Emergiendo entre un valle rocoso rodeado de montañas, hallaron un círculo de tiendas cónicas dispuestas como los pétalos de una flor ancestral.

Allí vivían los Ordianes. callados, vestidos con túnicas rituales, collares de hueso y movimientos medidos. Todo vibraba con un orden sagrado. Para un hombre hecho de caos y furia, aquello no era un refugio: era un espejo que lo obligaba a mirarse.

Cuando Silas le habló del don Adalid —de la inmortalidad latente en su sangre—, Félix se rió en su cara.

—¿Un siglo de espera y un sacrificio para convertirme en un monstruo que no puede morir? Suena más a maldición que a legado.

Pero los Ordianes no lo forzaron. Solo lo invitaron. Le ofrecieron comida. Calor. Silencio.

Y preguntas.

—Dices que quieres morir —le dijo Silas—, pero luchas con más fiereza que nadie que haya conocido. ¿Por qué?

Félix no supo responder.

Con el tiempo, su muralla de sarcasmo se agrietó. Los jóvenes Ordianes, llenos de curiosidad muda, le recordaron la inocencia. Los ancianos, cuyas escamas eran como piedra de río, le enseñaron que la historia no es una línea de reyes, sino un ciclo de estaciones.

Félix se quedó cuatro años. Cuatro años de paz prestada. Pero no podía quedarse. Era un lobo entre estatuas de mármol. Y se marchó.

Silas lo llevó a su asentamiento, un lugar que no aparecía en ningún mapa, y tras un viaje febril, el frío desapareció. Emergieron en lo profundo de un valle rocoso, flanqueado por montañas imponentes que arañaban un cielo de un azul más oscuro.

Asentamiento de los Ordianes.

Acto III: El Precio de los Ecos

Félix intentó vivir. Intentó olvidarse de la melodía. Del futuro.

Conoció a Renata, capitana de barco, risa salvaje, alma tan indomable como el mar. Ella lo empujó a respirar de nuevo. A dormir sin cuchillo bajo la almohada. A confiar.

Surcaron costas y tormentas durante meses, amándose como si el tiempo no existiera.

Pero un día, el mar se la tragó. El barco partió, la tormenta rugió, y ella no volvió.

Félix la esperó cada noche. Sentado en la orilla. En silencio. Convencido de que el mar, tarde o temprano, la escupiría de regreso. Pero nunca lo hizo.

Años después, conoció a Lyam, un joven erudito de Alboria. Tranquilo. Lúcido. Amable. Compartieron historias, paseos, vino tinto y libros olvidados. Félix aprendió lo que era reír sin miedo. Amar sin prisa.

Lyam envejeció. Félix no.

Un día, simplemente dejó de respirar. Con la cabeza apoyada en su hombro, rodeado de pergaminos y silencio.

Y esa quietud… fue más cruel que cualquier pérdida anterior.

Félix tuvo hijos. Se convirtió en un retrato colgado en la pared. Aprendió la verdad más dura de su linaje:

No es ver morir a quienes amas. Es el eco que dejan. El hueco eterno.

Y su corazón se endureció. No por orgullo. Por fatiga.

Acto IV: La Última Deuda

Lindes de Elendara, Año 193 de la Tercera Era

Han pasado más de setenta años desde que Félix escuchó por primera vez la canción del silencio. Entonces tenía veinticinco años, el cuerpo hecho de cicatrices y la voluntad quebrada. Aquella noche, bajo la nieve de Thalnaris, cuando el Ordian lo salvó de la muerte, algo antiguo despertó en su sangre. Una llama sutil, dormida durante generaciones.

No lo supo entonces. Ni en los años que siguieron. Solo notó que no envejecía igual. Que su cuerpo se volvía más resistente. Que el mundo alrededor cambiaba, pero él no. La herencia de los Adalid había comenzado a florecer.

Porque un Adalid no se elige. Se revela.

Durante décadas, Félix vagó por Zeranda, resistiéndose a lo que era. El poder del Adalid es como una melodía ancestral: se aprende con el tiempo, en silencio, y solo alcanza su plenitud cuando el alma ha conocido suficiente amor, pérdida y verdad.

A los noventa años, el Adalid alcanza su momento de plenitud. No por fuerza física, sino por sabiduría, claridad y propósito. Su cuerpo casi no envejece, sus heridas sanan con rapidez, su voluntad se convierte en escudo y su alma, en luz.

Félix tenía noventa y siete cuando la profecía se cerró sobre él.

Una plaga, desatada por los horrores de Siarus, alcanzó una aldea en los límites de Elendara. Allí vivía su nieta más joven, el último hilo vivo que lo ataba a una vida antes del poder.

La vio a punto de ser devorada. Y por primera vez, no huyó. No porque fuera valiente. Sino porque estaba cansado. Porque ya no podía seguir perdiendo.

Se interpuso entre ella y la oscuridad.

Y fue entonces cuando el fuego dorado se alzó en su interior. No como un relámpago repentino, sino como una llama que llevaba setenta años ardiendo sin que él lo supiera. Ese momento marcó el fin de su resistencia… y el nacimiento del Adalid Supremo.

No fue un triunfo: fue comprensión, aceptación y propósito.

Desde aquel día, Félix dejó de ser un hombre que huía. Se convirtió en lo que estaba destinado a ser: un guardián eterno, una luz silenciosa en los márgenes del caos.

Ahora, siglos después, ya no se permite amar a los mortales. Solo a quienes comparten su eternidad. Porque ellos entienden que el poder del Adalid no es un privilegio. Es una carga. Una promesa que se renueva con cada generación.

Y a veces, en las noches más profundas, cuando el viento sopla desde el norte, Félix recuerda. No las batallas, ni los triunfos. Sino a Silas. El primer silencio. La melodía que, al fin, ha aprendido a cantar sin desafinar.

Un escudo no busca la guerra. Solo permanece… hasta el próximo golpe.

(Nota final del Cronista: Tras los eventos narrados, la figura de Félix se desvaneció de los registros públicos, convirtiéndose en un mito. Sin embargo, su nombre no desapareció por completo. A lo largo de los siglos posteriores a su revelación como Adalid, han surgido incontables registros fragmentarios, testimonios y leyendas en diversos reinos que afirman haber recibido su ayuda.

Los anales de Alboria mencionan a un 'guerrero dorado' que decantó un juicio imposible; crónicas de los Kornar hablan de una 'sombra veloz' que detuvo una incursión de la Brecha; e incluso en los textos de los Zuras se susurra sobre una 'luz silenciosa' que purificó un claro del bosque. Aunque ninguna de estas historias puede ser confirmada oficialmente, todas apuntan a un guardián inmortal que intervenía en momentos clave para mantener el equilibrio, sin buscar gloria ni poder.

Fiel a su promesa de no amar a los mortales, vivió al margen del mundo. Sin embargo, la creciente tensión entre Xell y la alianza, junto a la escalada de horrores surgidos de Siarus, parecen haber forzado a esta leyenda a caminar de nuevo abiertamente entre los pueblos de Zeranda).

Líder bárbaro a punto de alzar su hacha contra Félix

Líder bárbaro a punto de alzar su hacha contra Félix

Félix, el Adalid Supremo - Año 941 de la Tercera Era (Presente)