Crónica de un Adalid: La Primera Lección del Silencio

Félix, el primer Adalid año 521 de la Tercera Era

Crónica de un Adalid: La Primera Lección del Silencio

(Añadido del Cronista: Este fragmento, recuperado de los archivos sellados de Bramsivia, narra eventos de hace unos 420 años, ofreciendo un vistazo a un mundo más joven y a los orígenes del hombre que se convertiría en leyenda).


Acto I: La Canción Desafinada

La memoria es una hoja de afeitar. La mayor parte del tiempo permanece guardada, pero a veces, una noche demasiado silenciosa o el rostro de un extraño te recuerdan su filo. Y entonces, corta.

Año 521 de la Tercera Era – Estepas de Thalnaris. 

El mundo era un lugar más crudo entonces. Las fronteras eran líneas borrosas dibujadas con sangre y acero, y la justicia era la que dictaba el brazo más fuerte. En ese mundo, un joven de veinticinco años llamado Félix se abría paso a dentelladas. No era un héroe. Era un superviviente, un mercenario con el alma hecha jirones y una habilidad con la espada que era casi un insulto, considerando lo poco que valoraba su propia vida. El fantasma de su familia, masacrada por la codicia de un barón sin nombre, le seguía como una sombra helada. Cada moneda que ganaba, cada enemigo que abatía, no le traía paz. Solo un vacío más profundo.

Su último trabajo salió mal. Siempre salían mal. Una traición, una emboscada. Ahora corría por las estepas heladas de Thalnaris, con una herida supurante en el costado y el aliento de una docena de bárbaros en la nuca. El frío le robaba las fuerzas, la nieve se teñía de rojo a cada paso que daba. Finalmente, acorralado en un círculo de rocas negras, se preparó para el último acto. La muerte no le asustaba. Era el fracaso lo que le quemaba por dentro.

El líder bárbaro, una montaña de músculo y cuero apestoso, alzó su hacha. Félix sonrió, una mueca rota y sangrienta. Justo entonces, una figura emergió de la bruma.

Ilustración detallada de Silas, un anciano de la raza Oran. Tiene la piel cubierta de gruesas escamas verdes, una imponente cresta oscura y viste varias capas de túnicas con un amuleto en el pecho mientras sostiene un báculo de madera.

Silas, el Oran

Era un Oran.

Félix había oído historias sobre ellos, pero la realidad era más extraña y antigua que cualquier cuento. La criatura que se acercaba tenía un cuerpo robusto y encorvado, de complexión reptiloide. Su piel estaba formada por escamas ásperas, de un tono verde musgo apagado que se oscurecía en las zonas más expuestas al sol, como los hombros y la cabeza. Las escamas de su rostro eran más pequeñas y pegadas, con una textura similar al cuero agrietado por el calor. Dos grandes cuernos curvados se proyectaban hacia atrás desde su frente, gruesos en la base y terminados en puntas romas, con vetas oscuras que los recorrían como raíces secas.

Su cabeza era angulosa, de mandíbula amplia y nariz chata, con una expresión severa e inmóvil. Sus ojos eran pequeños y profundamente hundidos, de un color ámbar brillante con pupilas rasgadas como las de una serpiente. Su cuello, grueso y corto, estaba adornado por anillos de piel curtida y collares de cuentas de piedra mate.

No parecía un guerrero. Vestía un conjunto de prendas hechas con telas rústicas y colores terrosos, en capas pesadas: un manto verde oliváceo raído en los bordes caía hasta casi el suelo, cubriendo un chaleco sin mangas y una túnica más clara debajo. El borde del manto tenía bordados geométricos en tonos amarillos desvaídos, probablemente de origen ritual.

En su mano derecha empuñaba un bastón largo y grueso, de madera retorcida y oscura, probablemente de raíz o rama petrificada. De su cinturón ancho de cuerda trenzada colgaban varias esferas metálicas ornamentales. Con cada lento paso, estas piezas tintineaban discretamente, como si marcaran el ritmo de un ritual.

El Oran no desenvainó un arma. Simplemente levantó una mano y emitió un sonido bajo y resonante. No era un grito de guerra. Era un recordatorio de silencio. El coraje de los bárbaros se deshizo. Huyeron sin mirar atrás.

Félix se desplomó. El Oran se acercó, su voz era un eco profundo. "Tu sangre canta una canción muy antigua, pequeño viajero perdido. Pero la cantas desafinada. Mi nombre es Silas. Y creo que es hora de que aprendas la melodía".

Líder bárbaro a punto de alzar su hacha contra Félix

Líder bárbaro a punto de alzar su hacha contra Félix

Acto II: La Melodía del Silencio

Silas lo llevó a su asentamiento, un lugar que no aparecía en ningún mapa, y tras un viaje febril, el frío desapareció. Emergieron en lo profundo de un valle rocoso, flanqueado por montañas imponentes que arañaban un cielo de un azul más oscuro. No había edificios, sino decenas de tiendas cónicas de tela clara, dispuestas en un círculo perfecto que marcaba un equilibrio ritual con la tierra. Allí conoció al resto de los Oran. Eran pocos, cubiertos con túnicas tribales y collares de hueso, y se movían en un silencio reverencial donde cada paso parecía resonar con los ritmos sagrados del mundo. Para un hombre cuyo interior era un torbellino de rabia y pérdida, aquella paz austera y ordenada no era un bálsamo, sino un espejo que le devolvía el reflejo insoportable de su propio caos.

Félix lo miró con el desdén de un hombre que ha visto demasiadas estafas y falsos profetas en los caminos. Soltó una carcajada seca y amarga.

—¿Y cómo sabes tú todo eso? ¿Lo leíste en las entrañas de un pájaro, viejo? ¿O es que todos los de tu clase ven el futuro?

La expresión de Silas no cambió, pero sus ojos de ámbar, profundos como resina milenaria, parecieron medir la corta y ruidosa vida de Félix.

—Vosotros, las razas efímeras, llamáis 'leyenda' a todo aquello que vuestros abuelos no vieron con sus propios ojos. Nosotros no necesitamos leer la historia en pergaminos que se desvanecen. La recordamos. Y yo no necesito un augurio para reconocer la firma de un linaje Adalid. Vuestra sangre canta, muchacho. La tuya ahora mismo grita, ahogada en rabia, pero la melodía de fondo... esa vieja canción... es inconfundible para quien ha aprendido a escuchar el mundo.

Pero los Oran no lo juzgaron. Simplemente... lo acogieron. Le dieron un lugar junto al fuego, compartieron su comida. Silas nunca le impuso sus enseñanzas. En su lugar, le hacía preguntas. Lo retaba. "Dices que quieres morir", le dijo un día, "pero luchas por vivir con más fiereza que nadie que haya conocido. ¿Por qué?".

Félix no tenía respuesta.

Con el tiempo, su armadura de cinismo se agrietó. Los novicios Oran, aquellos en su primera espiral de conocimiento, le recordaron con su curiosidad silenciosa lo que era la inocencia. Los ancianos, custodios de la memoria cuyas escamas tenían la textura del lecho de un río seco, le enseñaron sobre la historia no como una crónica de reyes, sino como el ciclo inmutable de las estaciones. Los Oran se convirtieron en su familia. La única que le quedaba. A veces, algún erudito perdido llegaba hasta ellos, atraído por los rumores. Les preguntaban si habían conocido a los Zelari. Silas siempre sonreía con una tristeza infinita. "La memoria del mundo es más larga que la de cualquier raza", respondía.

Félix se quedó cuatro años. Cuatro años de paz prestada. Pero sabía que no podía quedarse. Era un lobo en un jardín de estatuas milenarias.

Silas lo llevó a su asentamiento, un lugar que no aparecía en ningún mapa, y tras un viaje febril, el frío desapareció. Emergieron en lo profundo de un valle rocoso, flanqueado por montañas imponentes que arañaban un cielo de un azul más oscuro.

Asentamiento de los Oran

Acto III: El Precio de los Ecos

Félix partió. Trató de ahogar la profecía de Silas en una vida normal, una vida mortal. Y por un tiempo, casi lo consiguió. Aprendió a amar de nuevo, cada vez con la desesperación de un hombre que sabe que cada beso es un futuro funeral.

Amó a Elara, la capitana de barco, cuyo espíritu era tan libre como el océano. Ella le enseñó que el horizonte siempre es una promesa. El mismo mar que le dio esa lección se la tragó un día, en una tormenta que partió su barco en dos, dejando a Félix solo en la orilla, esperando un navío que nunca regresaría.

Años después, amó a Lyam, el erudito de Alboria, cuya mente tranquila le enseñó que cada historia merece ser recordada. Lyam no tuvo un final trágico; se extinguió con la misma paz con la que había vivido, como una vela en la quietud de su biblioteca, rodeado de libros y del calor de la mano de Félix. Pero la quietud de esa pérdida fue tan ensordecedora como la furia de la tormenta.

Tuvo hijos. Se convirtió en un fantasma en sus vidas, un retrato en la pared que nunca envejecía. Aprendió la lección más dura de la inmortalidad: no es ver morir a los que amas. Es el silencio que dejan atrás. Es seguir viviendo después de que se han ido.

Su corazón se convirtió en una fortaleza helada.

Acto IV: La Última Deuda

Cuando tenía noventa y siete años, la profecía, esa vieja deuda, vino a cobrarse. Unos experimentos de Siarus liberaron una plaga de horrores cerca de la aldea donde vivía su nieta más joven. Al ver a la niña, el último eco de un amor que creía enterrado, a punto de ser masacrada, algo en él se rompió.

No fue un acto heroico. Fue un acto de agotamiento. Estaba cansado de huir, cansado de perder. Se interpuso, esperando el final, casi dándole la bienvenida.

Y en ese instante, supo que la escapatoria había terminado.

La luz dorada, el poder del Adalid, no fue un triunfo. Fue el sonido de los grilletes cerrándose en su alma para siempre.

Ahora, siglos después, a veces se sienta bajo las estrellas y recuerda los rostros de aquellos a quienes amó, ecos en el largo pasillo de su memoria. El peso de los años es una carga que nunca se aligera. Por eso ya no se permite amar a un mortal. El dolor es demasiado grande. Ahora, solo abre su corazón a aquellos que comparten su eternidad, como Raúl, porque solo ellos entienden que su don no es un premio, sino una condena a ser el eterno guardián de todo lo que están destinados a perder.

Y a veces, en las noches más profundas, cuando el viento sopla desde el norte, se pregunta si Silas, desde algún rincón olvidado del mundo, todavía observa el eco de su lección. Se pregunta si fue solo un mentor, o algo más. El guardián de una verdad mucho más antigua.

Un escudo no elige sus batallas. Solo espera el siguiente golpe.